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12 de octubre 2024: Día Mundial de los Cuidados Paliativos ¿Cómo vivimos nuestra finitud?
jueves 10 de octubre de 2024

12 de octubre 2024: Día Mundial de los Cuidados Paliativos ¿Cómo vivimos nuestra finitud?

La atención a los recursos y necesidades existenciales de las personas, no es propiedad de los Cuidados Paliativos, sino que debería ser especialmente atendido en aquellos ámbitos en los que la experiencia de sufrimiento es muy significativa como en los escenarios de fragilidad, dependencia, cronicidad, pérdidas, y en el proceso de morir.


Cuidados Paliativos

Quienes nos desempeñamos en el ámbito de la filosofía paliativa tenemos el privilegio de experimentar transformaciones, propias y ajenas. Tratamos con personas y su sufrimiento existencial en el contexto de enfermedades crónicas que amenazan la continuidad de su vida. Trabajamos aliviando el malestar e intentando derribar mitos que generan miedos y habilitando que circulen las palabras sobre nuestra finitud humana.

Idealmente lo hacemos en equipos interdisciplinarios conformados por profesionales de diferentes áreas como medicina, psicología, enfermería, trabajo social, terapia ocupacional, arteterapia, kinesiología, fonoaudiología y otras. Un gran aporte logran los voluntarios formados en acompañamiento en esta etapa de la vida.

Estamos presentes, ofreciéndonos, acompañando, pero no pretendemos resolver porque no entendemos la muerte como un problema a evitar. Necesitamos una sociedad que incluya el proceso de morir, un sistema de salud que no le dé la espalda al sufrimiento, y profesionales preparados.

Vivir la finitud

Nos atraviesa este gran dilema. Cada muerte individual puede ser un acontecimiento privado, pero la mortalidad como condición humana que nos determina a priori, no lo es. Las experiencias de mortalidad también son sociales, le pertenecen a la sociedad. Cómo vamos a poder vivir nuestra mortalidad estará condicionado por el código social.

Hablar del morir no es un hecho neutro ya que nos implica a todos. Ya sea que hablemos conceptualmente de la muerte o que hablemos de la de los otros, inevitablemente estamos hablando de la propia, ya que ella resuena en nosotros y nos hace de espejo llevándonos a pensar -conscientemente o nó- en nuestro propio momento final y en el de nuestras personas queridas.

Nos cuesta muchísimo hablar de nuestra finitud. Más aún hoy en día donde la moda imperante de nuestra cultura nos exilia de la reflexión sobre el tema. Y más vale nos impulsa perversamente a desconocerla y postergarla como si hubiera algún otro horizonte posible. Si lográramos hacerle lugar a estas conversaciones corriéndolas del contexto trágico y sin esperar a que sea demasiado tarde, nos posicionaríamos frente a la oportunidad que el coraje conlleva.

A pesar de que todos la reconocemos como denominador común, muchas veces pensar en la muerte es sentir una daga clavada en el centro de nuestro narcisismo, un golpe implacable al ego, inconcebible verdaderamente. Sólo la consideramos conceptualmente pero no creemos realmente en ella hasta que nos toca vivirla de cerca o en primera persona. Por supuesto que no tiene el mismo impacto estar atravesando el reto de vivir teniendo la certeza de cierto momento de caducidad que la resistencia teórica a acercarnos al tema. La primera situación amerita un acompañamiento multidisciplinar específico. 

Sin embargo, podemos empezar a acercarnos en charlas de café organizadas para tal fin, entre amigos, con la familia, educando a los niños en las escuelas. Sí, a los niños se les puede hablar de la muerte, es decir, se les puede transmitir el amor por la vida enseñándoles que tiene un final.

No morimos por hablar de la muerte, morimos por haber nacido y estar vivos.

Philippe Ariés plantea la desculturización de la muerte y dice que hemos perdido las pautas y referencias culturales -como los rituales- que nos ayudaban como sociedad a vivir la muerte. Vivimos como habiendo olvidado nuestra condición mortal. Ya no hay recordatorios de que somos mortales. Antes las costumbres acompañaban cuando por ejemplo sonaban las campanas frente a algún fallecimiento y al escucharlas se sabía que esas campanas sonaban por un otro pero también sonaban por todos.

El momento en que el morir se convirtió en un problema de la medicina, es decir, en algo a resolver o a evitar a cualquier precio, nos desorganizamos profundamente como sociedad. Apoyados en la ilusión de ganarle a la naturaleza debido al uso desmedido de los progresos de la ciencia y la tecnología, el morir quedó oculto y como tema tabú.

En el contexto sanitario los profesionales no están preparados para aceptarlo y acompañarlo. Más aún si el entorno en el que se atraviesan estos procesos de sufrimiento, muertes y duelos tienen como rasgo el silencio y la soledad por falta de capacitación y palabras que alivien.

Abrir conversaciones sobre este tema nos cuesta porque nos duele, pero lo vale. El sufrimiento que se refleja en la sociedad y en los profesionales de la salud por la dificultad en aceptar la finitud de los pacientes, complica el escenario. Por eso es esencial  una apuesta ética de trabajar sobre nosotros mismos, conociendo nuestras creencias y miedos, para no contaminar la escena clínica al acompañar los procesos de otros.

La vulnerabilidad como recurso exquisito

Alejar la muerte de la sociedad es alejar a las personas de los finales de vida de otras personas. Hasta el duelo se corrió de la escena pública y pasó al orden de lo privado y cuanto menos audible mejor. Nos venimos alejando tanto de lo esencialmente humano que no recordamos que el duelo tiene no solo su normalidad sino su necesariedad si pretendemos recuperarnos de alguna pérdida.

Vivimos en una sociedad donde pareciera no ser tolerada la tristeza ni los procesos de reconstrucción subjetiva que exceden la inmediatez, como aquellos que implican volver a tejer la trama psíquica dañada. Aunque lo verdaderamente triste es ser una sociedad que calla y oculta lo que renguea y no marcha lindo.

A pesar de nuestra esencia olvidada tenemos la posibilidad de trabajar en nosotros mismos, visitando nuestra propia vulnerabilidad, conociéndola y conociéndonos,  enterándonos que estamos hechos de la misma pasta del que sufre, que la vida está muy bien organizada y que tiene un boleto para todos. Además de las tradiciones de sabiduría, existen prácticas que facilitan domesticar el miedo y las resistencias.

Inclusive la apertura ha llegado donde antes había negación. Vienen publicándose en revistas científicas como The Lancet Commission reportes donde se le da valor a la necesidad de una nueva visión sobre la muerte y el duelo. Se plantea el morir como un proceso relacional y espiritual más que como un simple evento fisiológico. Y se valida la experiencia de presenciar procesos de muertes cercanas valorando el cómo se muere. 

Una sociedad que pretenda ocultar la vulnerabilidad humana es una sociedad deshumanizada. No tenemos porqué temerle, no solo porque es condición de nuestra existencia sino por ser a su vez condición de posibilidad de reconstrucción, de resiliencia. Desculturizar la muerte aumenta el sufrimiento. La apuesta es humanizarla y recuperarnos como seres amables, capaces de amar y ser amados y con cualidad de amabilidad.

¿Cómo leerías un libro sabiendo que cada página, una vez leída, ya no tiene vuelta atrás, es decir, si no pudieras leerla dos veces? ¿Cómo eliges vivir tu vida donde tampoco tus días tienen vuelta atrás?

Hagamos foco en intentar vivir más sensatamente en lugar de pretender huir de lo inevitable.

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